jueves, 2 de abril de 2009

Creo que no tengo título para ésto

Buenas tardes, queridos niños y niñas!!

Sólo me dirijo a vosotros para comunicaros algo muy, muy importante:

Me dispongo a secarme la cabellera y, acto seguido, tragarme unos cuantos capítulos de Futurama (portzierto, 13 de mayo a la venta la última peli futurámica y rumores de una sexta temporada en serie!!). Di que sí.

Y esto me lleva a otear el horizonte de un par de semanas sin ir a clase, con tiempo para mis deberes, pero también para mis derechos... y con un mini-viaje a Estella... maravilloso!

Echaré de menos algunas cosas mientras tanto, pero seguro que descubriré otras, mientras tanto también. Contemplar la calma y... temblar!

Ah, por cierto... dos personitas encantadoras me pidieron el otro día que escribiese un relato de desamor. Bien, hurgando entre relatillos que escribí hace casi diez años he encontrado uno que me toca particularmente la fibra. Lo que no sé muy bien es si es un relato de desamor o más bien de amor... pero bueno. Chicas, sabéis quiénes sois. Esto va para vosotras (recordad que era una tienna adolescente cuando lo escribí, no me juzguéis!):


Last Goodbye


Pretendieron que la cosa funcionara. De verdad que lo intentaron, pero... era evidente que algo así no podía continuar. Raollo Pompadour deseaba volver a su país, Transilvania, y ella, Anastassia Fissenbaüm, debía volver a Alemania. Las cosas estuvieron muy jodidas para ellos durante mucho tiempo. Era muy duro soportar un amor tan inmenso entre dos personas que ni siquiera llegaron a conocerse. Siempre se cruzaban cerca de la plaza Agheller, en Varsovia, y algunas otras veces en la calle donde está la librería de techos verdes que sin duda tú conoces... ¿cómo se llamaba aquélla calle? Tenía un nombre tan bonito...¡¡Calle Travanne!! Sí, así se llamaba la calle.

Los pobres Raollo y Anastassia eran tan delicados y etéreos... siempre se encontraban en esos lugares, y se reconocían, y se miraban, y se adoraban y se amaban. Y no era ningún secreto para ellos. Lo aceptaban. Pero es que eran demasiado etéreos, por eso nunca se dijeron nada, jamás hablaron, jamás pretendieron que la realidad fuera real. Visto desde fuera, eran dos extraños que se cruzaban por la calle, (siempre en los mismos lugares y a las mismas horas), y se miraban al pasar. Nada más. Pero su amor se acrecentaba día a día, y duró muchos años. El lenguaje de ellos era insonoro, blando y dulce... nadie oía su amor ni sus suspiros... Cinco años pasaron encontrándose y mirándose todos los días, sabiéndose el uno al otro, conociendo cada cambio y rumor en las voces que nunca se oyeron. Percibiendo cada mirada desmayada y arrebatada... así se amaban... como dos idiotas.

Así, durante cinco años pretendieron que la cosa funcionara. Jamás se tocaron o se sintieron físicamente, a pesar de amar con profundidad cada partícula de vida y alma de cada uno de ellos. Las tardes umbrías en el parque de la plaza Agheller, con las sombras refrescando el dolor y cobardía que sentían, con el rumor de los árboles que comprendían su amor sereno y callado... Así pasaron cinco años de sus vidas. Pero Raollo quería volver a Transilvania, y Anastassia no podía permanecer durante más tiempo en Varsovia; motivos personales inútiles se empeñaban en alejarla de Raollo.

Un día, aún lo recuerdo bien... fue la mañana de un 18 de noviembre. La calle Travanne estaba desierta, olía a lluvia y humedad. Los guijarros del suelo empedrado estaban húmedos y brillaban dulcemente, aportando esperanza a la tristeza de la calle vacía y sombría. Anastassia sabía que vería a Raollo; siempre lo sentía. Apasionadamente, cogió aire y se sintió viva sabiendo que iba a contemplar una vez más los ojos de su amado. Aguzó la vista para fijarse en él desde lejos, para no perder ni un minuto de su presencia. Pero no lo vio. Se detuvo en la calle y miró a todos lados. Pero él no estaba. Él ya se había ido.

La tarde de ese mismo día, aún más sombría y desolada que la mañana, Raollo se sentía mal, pero la posibilidad de ver a Anastassia lo llenaba de alegría. Echó a andar por la calle Travanne saboreando la oscuridad de la calle que dentro de unos momentos se iluminaría con la presencia de ella. El tonto no podía evitar sonreír. Pero, como habrás sabido, ella no apareció. Para Raollo, la oscuridad se hizo casi absoluta en la calle y en su corazón. Anastassia no estaba; se había ido.

Pero en realidad, ni Anastassia se había marchado a Alemania ni Raollo a Transilvania. Ella pensó que él se había ido definitivamente, y cambió su vida y su rumbo por las calles de Varsovia. Y él pensó exactamente lo mismo. Ninguno fue capaz de irse, aun a sabiendas de que nunca se volverían a encontrar. Pero tenían la absurda esperanza de volver a cruzarse en el parque de la plaza Agheller o en la vieja calle Travanne. Pero ambos habían cambiado de camino y sus vidas habían girado hacia otras realidades.

Durante años no volvieron a verse pero tampoco dejaron de amarse. Envejecieron, sus cabellos se hicieron de plata, sus miradas se velaron y superaron miedos. Sus corazones se arrugaron y sus rostros también, pero la plaza Agheller y la calle Travanne seguían rejuveneciéndolos con el recuerdo de su amor estúpido.

Sin embargo, un día de invierno en el que todo estaba nevado, la nieve tapaba los ruidos, los llantos y también las alegrías, lo llenaba todo de un silencio mágico que no somos capaces de entender. La pureza inundaba las calles y calmaba los corazones desdichados. Ese día fue el día que se reencontraron. Anastassia había pensado durante años que si volvía a ver a Raollo, le hablaría. Él pensaba lo mismo. Se cruzaron en el parque en el que al pasar, continuaban soñando con una juventud que nunca vivieron. En el momento de cruzarse, no se reconocieron hasta que sus miradas viejas y desoladas se vieron y despertaron, y súbitamente fue como si los dos volvieran a respirar. Hubo un arrebato violento en sus miradas y sus cuerpos se crisparon. Ambos se detuvieron entre el silencio de los árboles nevados que los contemplaban. Ella quería hablarle a él; él a ella. Pasaron unos segundos y ella esperó a que él le hablara. Él esperó lo mismo. Necesitaban explicarse y entender su vejez y su amor dolorido e irrealizado. Pero cuando ella trató de articular un sonido para él, se dio cuenta de que no podía hablar. Ningún sonido salía de su garganta, y su boca ni siquiera había podido abrirse. A él le ocurrió lo mismo. Su vejez y silencio continuado durante años de existencia y amor callado, les habían apagado las voces. Sus ojos se cerraron y sin derramar ninguna lágrima, se miraron por última vez, una eterna y última vez, y cada uno echó a andar hacia sus acabadas vidas.


Yo misma publiqué sus esquelas el día 20 de febrero, dos días después de su último encuentro en vida. Yo nunca los conocí, aunque siempre supe su historia trágica y absurda. Ellos nunca se hablaron ni compartieron su vida terrena, aunque siempre se amaron.


"El silencio mata".


1 comentario:

  1. Esto ya ya lo leí en su día :)
    Qué sorpresa encontrarle a vos por estos lares

    bienvenida!

    Firmado: su hermana Gigi P.

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